jueves, 4 de agosto de 2011

TEMA 5. SEGUNDO DE BACHILLERATO.





Razón y fe.

OBJETIVOS:



1.     Descubrir que tipo de conocimiento da la fe y qué valor y significado tiene.

2.     Reconocer la función de la razón en el acto de fe  y el valor relativo de las pruebas de la existencia de Dios.

3.     Identificar las razones que mueven a creer en el Dios de Jesús.

4.     Analizar y valorar los signos de credibilidad.


LA RAZÓN DE LA FE.

El conocimiento de la fe.



 

El creyente sabe que la fe no se posee o se adquiere por razones, sino por gracia, pero necesita dar razón de su fe, sin que ello signifique demostrarla científicamente.

Existe un conocimiento científico que se adquiere mediante demostraciones o verificaciones empíricas. Dios no entra en el ámbito de la verificación empírica; no es un objeto de laboratorio que el científico puede manipular, objetivar y analizar. No se puede demostrar científicamente la existencia de Dios, ni tampoco su no existencia.

Pero el conocimiento científico no agota toda la capacidad racional. Existe también un conocimiento metafísico, que se adquiere mediante la conceptualización simbólica de la realidad: a partir de lo concreto se construyen representaciones conceptuales, que son expresadas en términos abstractos. El razonamiento metafísico se sitúa más allá de los datos empíricamente comprobables; sus afirmaciones se refieren a la totalidad del ser, al sentido de la realidad.
 

Es muy comprensible que el creyente se haya servido del lenguaje metafísico para expresar racionalmente el porqué de su convicción de la existencia de Dios. En este sentido, la tradición cristiana ha mantenido desde el principio la posibilidad de llegar al conocimiento de Dios a partir de la realidad del mundo. San Pablo lo expresa así: “Lo que puede conocerse de Dios lo tienen ante la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles, su poder eterno y su divinidad son visibles para la mente que penetra en sus obras” (Rm 1,19-20).

En esta línea, el Concilio Vaticano I se vuelve contra quienes niegan que “el Dios uno y verdadero, Creador y Señor, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón a partir de las cosas creadas”. No se trata, naturalmente, del conocimiento científico basado en análisis, experimentos y demostraciones; Dios es inabarcable y no se puede reducir a objeto. Se trata de la apertura del ser humano al misterio de Dios, que impulsa a la razón a profundizar en él (Encíclica Fe y razón, 13).

Dar razón de la fe.



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La fe lleva por su propia dinámica a buscar el motivo y fundamento de su contenido: hay en ella un impulso que la hace madurar. Este impulso afecta también a la racionalidad, es decir, a las preguntas críticas que brotan dentro de ella: “¿Por qué creo? ¿Cómo acredito y justifico la existencia de Dios?”.

La fe tiene que ser capaz de responder a sus propias preguntas; para ello necesita interrogarle a la razón: Fides quaerens intellectum. De este modo la fe se abre a la racionalidad crítica, pero sin absolutizarla. No se puede dar un valor absoluto a la razón, como hace el racionalismo; la racionalidad es un aspecto de la realidad, pero no toda la realidad.

Cuando la razón se independiza de la fe, puede caerse en un racionalismo que transforma la imagen de Dios en un concepto frío y poco concorde con la actitud religiosa. Esto puede explicar la actual aversión hacia la intromisión metafísica en el ámbito religioso. Sin embargo, el creyente no puede renunciar de antemano a todo acceso racional a Dios; al contrario, necesita acreditar su fe en la propia realidad y justificarla ante la razón.

Separada de la razón, la fe puede convertirse en un fideísmo que transforma la imagen de Dios en un sentimiento irracional. La fe sin pensamiento es irreflexiva e irresponsable y puede disponer a una credulidad fanática. El creyente, por tanto, debe mantener el equilibrio entre el racionalismo y el fideísmo. Para ello es necesario estar abierto a la racionalidad crítica y dar razón de la fe.






¿Hay razones para no creer en Dios?



 

La madurez en la fe pasa por las preguntas que brotan de la misma fe y por la crítica que se hace desde fuera, desde el ateísmo. La fe no puede enmudecer ante los interrogantes que el ateísmo le plantea; también el ateísmo debería responder a las preguntas que la fe le hace. Se trata de un diálogo a partir de una realidad que se presenta sumamente problemática, pues no ofrece una evidencia que obligue a creer o a no creer. Fe e increencia son decisiones libres del ser humano, pero que deben ser justificadas.


La existencia del mal, ¿postulado de la no existencia de Dios?



 

Desde siempre, la presencia del mal ha constituido un grave interrogante que cuestiona la existencia de Dios. En los últimos tiempos, la existencia del mal ha sido angustiosamente sentida por filósofos existencialistas, como Camus, que se han negado a admitir la existencia de un Dios bueno y todopoderoso que permite el sufrimiento de las personas inocentes; pero la negación de Dios ha hecho aún más angustiosa la experiencia del mal, dejando al hombre sumido en un estado de frustración y desesperanza.

La experiencia del mal ha sido recogida una y otra vez en la Biblia. Es la experiencia de Job, que sufre inocentemente por un mal que no ha cometido. Es también la experiencia del siervo de Yahvé (Is 53), que lleva sobre sus espaldas las iniquidades de los hombres. Es, sobre todo, la experiencia de Jesús en la cruz, que llega a sentir en su alma el abandono de Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

La experiencia del mal hace sentir la crisis de Dios, su ausencia y abandono. ¿Qué responder ante el problema del mal? No existe una respuesta teórica. La respuesta es vital: encontrarse con Dios en el dolor. Dios se hace condolencia: Él está presente en el que sufre, haciendo suyos los sufrimientos. Es la actitud del que ama: y Dios es amor. Dios no ha venido a suprimir el dolor, ni siquiera a explicarlo, sino a llenarlo de su presencia.

La fe en Dios, ¿una simple proyección del ser humano?
 


No cabe duda de que la fe en Dios tiene un aspecto de proyección e imaginación, como también lo tiene la fe en el ser humano o la esperanza y el amor humanos. La fe se adapta necesariamente a la estructura humana, a la que también pertenece la proyección y la imaginación. Sin embargo, el hecho de la proyección no significa que el objeto proyectado exista o no. Al deseo de Dios puede responder perfectamente un Dios real.

Es cierto que, a veces, se ha utilizado la religión como un tranquilizante y un consuelo social, como opio del pueblo, instrumento de represión y protección de privilegios. Pero ello no demuestra que la fe en Dios sea una mera proyección; también puede representar una relación con una realidad totalmente distinta.

De hecho, a pesar de tantas sospechas contra la fe, no se ha logrado desarraigarla de la sociedad; al contrario, ha surgido con más fuerza y, desde luego, más justificada gracias a la crítica. En cambio, la fe humanístico-atea en el progreso se halla hoy bajo la sospecha de ser una proyección, y la fe ateo-cientista en la solución de los problemas constituye hoy para muchos una simple ilusión.


PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS.

La cuestión de las  pruebas de la existencia de Dios”.

Las “pruebas de la existencia de Dios” aparecen de alguna manera en casi todas las tradiciones filosóficas, pero sobre todo en la cristiana. Estas “pruebas” revelan la necesidad que tiene el ser humano de expresar racionalmente su fe; no son un sucedáneo de la fe, sino una exigencia que brota de la misma fe en su proceso de maduración. La fe se alimenta también del pensamiento.

Cuando los pensadores cristianos se pusieron en contacto con el pensamiento griego, hicieron una síntesis que quedó reflejada en las clásicas “pruebas de la existencia de Dios”; estas tienen, pues, su fundamento en la filosofía griega. Ya Aristótelesreconoció la existencia de una primera sustancia o fundamento de la realidad, a la que llamó Dios y a quien, después, los pensadores cristianos identificaron con el Dios revelado por Jesús.

De este modo, la fe cristiana asume el pensamiento griego sobre Dios y lo desarrolla dentro de un contexto teológico, pero siguiendo el razonamiento metafísico, propio de la filosofía griega.

 Santo Tomás de Aquino expone de una manera sistemática las pruebas de la existencia de Dios. Son las “cinco vías” famosas, que parten de cinco aspectos del mundo para concluir en Dios:

·        Primera vía: buscando el origen del movimiento, se llega a un primer motor inmóvil.

·        Segunda vía: buscando las causas de los efectos, llegamos a la causa primera.

·        Tercera vía: buscando el fundamento de lo contingente, llegamos a un ser necesario.

·        Cuarta vía: buscando grados de perfección, llegamos a un ser supremo, sumamente perfecto.

·        Quinta vía: buscando el orden finalístico, llegamos a un ser inteligente en grado sumo.


Pruebas de carácter más “metafísico”.

A este tipo de pruebas pertenecen las cuatro primeras vías de Santo Tomás que, según Kant, se basan en el mismo argumento cosmológico, en cuanto que todas ellas buscan la causa eficiente del mundo, la causa motriz, primera, necesaria y suprema, para llegar a la conclusión de que esta causa es Dios.

Estas pruebas ofrecen cierto atractivo para mentes más especulativas y son menos impugnables desde la mentalidad científica, ya que se sitúan más allá de los datos empíricamente verificables. Sin embargo, a medida que se han ido desarrollando las ciencias empíricas, la especulación metafísica fue entrando en crisis, hasta caer en un descrédito general ante la objeción de que las pruebas metafísicas no prueban nada.

También hay una objeción contra la lógica de estas pruebas. Se dice que estas pruebas metafísicas no ofrecen una demostración rigurosamente lógica, sino que dan un salto infinito trascendente, sin poder probar que este infinito sea la plenitud o el vacío, o que la causa trascendente se refiera a la materia, a la energía o al espíritu.

No obstante, estas pruebas ofrecen un gran interés. La crisis metafísica puede superarse. El elemento metafísico depura de posibles antropomorfismos el concepto de Dios y le da consistencia. Si no admitimos a Dios como origen y fundamento del mundo, ¿cuál sería entonces el origen y fundamento? ¿La nada? ¿No sería más razonable admitir una causa primera de todo? Si por Dios se entiende el fundamento último, aceptar a Dios significaría aceptar que este mundo tiene un fundamento.


Pruebas de carácter más “físico”.


Son las que se basan en el orden finalístico del mundo para concluir en la existencia de un ser inteligente, como la quinta vía de Santo Tomás, que –según Kant- es la más antigua, la más clara y la que más se adapta a la razón humana común, pues “no hay reloj sin relojero”.

Estas pruebas ofrecen cierto atractivo por su proximidad con el conocimiento científico, cuya exactitud y demostrabilidad muchos añoran. “No se puede contemplar el orden magnífico que gobierna el universo sin mirar entre sí y en todas las cosas al Creador mismo”, escribía Copérnico.

Sin embargo, existen muchas objeciones contra este tipo de pruebas, que son las que menos resisten la crítica científica. Kant afirma que el argumento del orden finalístico “podría probar a lo sumo un arquitecto del mundo (relojero), pero no un creador del mundo...; para esto se requeriría que pudiera demostrarse que las cosas del mundo fueran en sí mismas inapropiadas para este orden y armonía”. Por otro lado, se puede alegar que, junto al orden del mundo, existe también el desorden.

Pero aunque estas pruebas no ofrezcan una demostración científica, sí ofrecen cierto interés por su poder persuasivo a nivel de fe filosófica, no en cuanto a explicaciones de cómo es el mundo, sino como interpretaciones del sentido del mundo, un sentido que se desprende de la lógica del orden maravilloso que hay en él.


Pruebas “antropológicas” o “morales”.


Estas pruebas se basan en lo más profundo del ser humano, parten de sus aspiraciones más profundas, de su conciencia íntima, para concluir en una realidad trascendente y absoluta que dé razón de ser al hombre, fundamente su humanismo, llene sus aspiraciones, dé sentido a su conciencia. San Agustín expresó de un modo intuitivo este movimiento del hombre hacia el ser que le da la vida: “Señor, nos hiciste para Ti, y está inquieto nuestro corazón hasta descansar en Ti”.

En esta línea, Kant advierte que la conciencia moral implica un deber que le impulsa hacia el bien supremo: bondad absoluta y felicidad para el hombre. Este bien supremo, que está por encima del ser humano, es Dios, cuya existencia es un postulado “moralmente necesario”, una exigencia de la “razón práctica”, un “imperativo” de la conciencia. La existencia de Dios, según Kant, no se encuentra por la metafísica, sino por la moral; no es un postulado de la “razón pura”, sino de la “razón práctica”, dos dimensiones distintas de la misma razón humana.

Dentro de esta perspectiva kantiana, y en un sentido cristiano, podemos hablar de la “vía del amor”: a partir del amor humano como experiencia realizante, como exigencia gozosamente moral y como ideal supremo, podemos arribar al amor originario y originante, como realidad personal, como el tú trascendente que funda nuestro yo, como ser absoluto que posibilita la unidad en la universalidad, la solidaridad. Esta prueba ofrece un gran interés psicológico y moral, aunque choca con la objeción de la lógica racional: del hecho de desear una cosa no se sigue que esa cosa exista.


Prueba “ontológica”.

Esta prueba, propuesta por San Anselmo, Arzobispo de Canterbury (siblo XI), se basa en el siguiente argumento: Dios es el ser mayor de -el cual-  nada puede pensarse; el ser “mayor” implica que existe, pues algo es mayor si existe que si no existe. En conclusión, el ser mayor que podemos pensar tiene que existir necesariamente.

Posteriormente, Descartes defendió este argumento basándose en la idea de infinito concebida por el hombre. La idea de infinito no puede surgir de seres finitos; si el hombre es capaz de concebir la idea de infinito, es que ha sido depositada en la mente humana por Dios, único ser infinito.


Ya Santo Tomás de Aquino y Kant, entre otros, hicieron ver que este argumento da un salto infundado de la existencia de lo ideal a la existencia real: Dios sería una simple idealización de la mente, pues el mero pensar la idea de una cosa no se sigue que esa cosa exista fuera de la mente.

No obstante, este argumento ontológico ofrece cierto interés. Si el pensamiento está orientado hacia la concepción de un ser perfectísimo, de un ser “mayor”, infinito, ¿no es más razonable que exista? Si no existiera este ser infinito, mayor que el cual nada pueda pensarse, ¿no estaría el pensamiento orientado hacia la nada o condenado al engaño? ¿No es más razonable pensar que se trata del conocimiento de un ser totalmente otro?


¿POR QUÉ CREER EN EL DIOS DE JESÚS?

Razones para creer en el Dios de Jesús.

I. Mc distingue los apelativos de Dios: «Dios» (bo theos) designa al Creador (13,19) e incluye la idea de universalidad (1,15, etc.); «Señor» (gr. Kyrios, sin artículo; 13,20), traducción de «Yahvé», designa al Dios de Israel (cf. Mt 1,20; 4,7;, etc.; Le 1,17.38; 2,9; 4,18); para la comunidad cristiana, Dios es designado como «Padre».
«Señor», sin artículo, designa a Dios en las citas del AT (Mt 1,22; 2,15; 3,3; 21,42; 22,44; 23,39; Mc 1,3; 11,9; 12,11.36; Lc 4,8.18s; 13,35; Jn 1,23; 12,13; 12,38a).
En los evangelios, «el Señor» suele aplicarse a Jesús, como título de respeto (en boca de los discípulos, Jn 6,69; 11,3. 12.21.27.32, etc.; en boca de otros personajes, 4,11.15.19.49; 5,7; 6,34; 9,36.38) que Jesús confirma (13,13.14); el narrador lo utiliza en 6,23; 11,2; 20,20; 21,12 (cf. Mt 7,21s; 8,2ss; 21,25. etc.; Mc 7,28; 11,3; Lc 5,8.12; 9,54, etc.).
II. a) En Jn, «Dios», en gr. con artículo, designa a Dios Padre (6,27; 16,27s, etc.; en 20,28, dirigido a Jesús, la forma articulada equivale al vocativo). «Dios», sin art., designa la condición divina (1,1c.13.18), a menos que vaya precedido de preposición (1,6; 9,16.33, etc.).
b) Dios es Espíritu (4,24), es decir, fuerza de vida cuya actividad es el amor generoso y fiel (1,14). La actividad de su amor que comunica vida hace que sea designado como Padre. El Padre es el único Dios verdadero (17,3; cf. 5,44) y, paralelamente, sólo aquel que se manifiesta como Padre es el Dios de Jesús y de sus discípulos o hermanos (20,17).

c) La falsa imagen de Dios es la que oculta su calidad de Padre, es decir, su amor al hombre y su designio de darle vida plena, presentándolo, en cambio, como el Soberano que somete (cf. 15,15), poniendo la observancia de la Ley por encima del bien del hombre (5,10; 9,16.24;cf. Mc 3,4). Es la idea del Dios exigente la que crea la continua conciencia de pecado. Esta falsa idea de Dios es «la mentira» (8,44) o «la tiniebla» que intenta apagar la luz (1,5).
Los dirigentes judíos presentan la imagen de un Dios opresor que legitima la opresión que ellos ejercen; Jesús revela un Dios liberador que, por su medio, saca al hombre de la esclavitud para darle la condición de hijo (8,36). La deformación de Dios puede llegar hasta el punto de pensar que se le ofrece culto dando muerte al hombre (16,2). 
 

Dentro del ambiente judío en el que se movió Jesús, la existencia de Dios era algo indiscutible, que nadie se planteaba. La cuestión no era creer o no creer en Dios, sino creer en el Dios Verdadero. Jesús hizo ver que la imagen de Dios que presentaba el judaísmo oficial de su época no era auténtica; en varias ocasiones Jesús denunció las falsificaciones que hacían de Dios algunos escribas, fariseos y saduceos.

Pero ¿es verdadera la imagen de Dios que nos muestra Jesús? ¿No puede ser una invención de su fantasía? ¿Cómo podemos saber que detrás de esta imagen hay una realidad? La fe en Dios no se basa en pruebas externas sino en signos razonables y fehacientes, es decir, inherentes a la fe. La razón decisiva para creer en el Dios de Jesús es  Jesús mismo: su persona histórica, la trayectoria de su vida, sus testimonios y acciones liberadoras.

Es cierto que la muerte de Jesús puso a prueba la fe en Él: sus discípulos sufrieron una profunda decepción. Pero la resurrección convirtió la fe de los discípulos. “La fe en la resurrección es el resultado de la fe en Jesús como enviado de Dios y de la fe en el mismo Dios como Dios de gracia y de salvación, ante hechos como la muerte inocente y piadosa de Jesús, el sepulcro vacío, las apariciones del resucitado, la experiencia de su poder en la conversión de los hombres y la vida renovada de las comunidades de creyentes. Hay un dinamismo interno de la fe que la lleva hasta la afirmación de la resurrección de Jesús y la invocación del resucitado como Señor y como Hijo de Dios”.



La razón que ofrece Jesús.



 

Jesús parte de la vivencia de Dios como padre, que es bondad absoluta para todos los hombres, buenos y malos, judíos y gentiles. Esta bondad absoluta de Dios motiva y enriquece la fe. La imagen del Dios de Jesús es ya una invitación a creer y una razón. El mismo Jesús vive en actitud de fe absoluta con el Padre. Él es el primer creyente, el creyente absoluto, que vive la existencia con confianza plena y con total trasparencia; es modelo de creyentes. La fe de Jesús es también una invitación y un motivo para creer.

El testimonio de Jesús sobre el amor de su Padre se convierte también en motivo para creer. Es cierto que este testimonio lo recibieron directamente solo los que habían convivido con Él y habían experimentado su resurrección de un modo único e irrepetible. Nosotros tenemos que recibirlo indirectamente, a través del testimonio de quienes convivieron con Jesús, pero podemos experimentar la cercanía real de Dios viviendo el amor como lo vivió Jesús, y podemos gozar la dicha de creer sin ver: “Felices los que sin ver creer” (Jn 20,29).


La razón que el creyente lleva dentro.



 

La razón que ofrece Jesús para creer en Dios sintoniza plenamente con la razón última que el creyente lleva dentro. En lo más profundo de su ser, el creyente aspira a un sentido pleno de la existencia, un sentido en el que toda la realidad esté unificada y sea buena a pesar de la innegable presencia de aspectos malos, un sentido último por el que merezca la pena vivir, trabajar, crear y morir.

Este sentido pleno y último reclama la existencia de Dios, pero no un Dios que coarta o amenaza al ser humano, sino un Dios que posibilita la libertad y la sostiene; no un Dios que suplanta al hombre o está al acecho, sino un Dios que confía en su responsabilidad; no un Dios que se deja manipular, objetivar o probar, sino un Dios fundamento de todas las realidades, inabarcable, soporte y guía, en quien el ser humano puede confiarse. Un Dios, en fin, como el que Jesús nos ha revelado.

La fe en Dios hace que el mundo no aparezca como obra del azar o de la nada; hace que la evolución no aparezca como una fuerza ciega; hace que la historia no vaya a la deriva, ni el ser humano se vea frustrado. Es cierto que no se puede demostrar científicamente el contenido de la fe, como tampoco se puede refutar. Pero hay razones para creer que todo en este mundo está suscitado por el amor de Dios, quien a través del amor de los seres humanos dirige la historia hacia su plenitud.



SIGNOS DE CREDIBILIDAD.

¿Pruebas o signos de Dios?



 

Si Dios es amor, solo se le puede conocer amando, pues solo el que ama sabe de amor. Si Dios es padre, no necesitamos pruebas para creer en Él. El que ama a Dios no intenta abarcarlo, objetivarlo o definirlo, sino que se abre a Él y se deja llenar de su ser, de su amor. Creer en el Dios de Jesús es creer en el amor como la única realidad que puede justificarnos sin que nosotros podamos justificar.

Es significativo que la persona a la que más amamos es a la que menos podemos definir. El amor hace innecesarios cualquier definición, argumento o prueba. Y esto es lo verdaderamente atrayente, excitante y cautivador; jamás podremos abarcar todo el ser humano al que amamos, porque en él todo es posible y caben todos los misterios. El que ama a una persona, cree en ella sin necesidad de pruebas; probarla sería desconfiar de ella y faltarle al amor.

No se puede creer en Dios como se cree en algo que nosotros podemos manipular, justificar o dominar. La fe en Dios no se basa en pruebas que lleven a un conocimiento evidente, racional o demostrado. La fe en Dios se basa en signos que llevan a un conocimiento oscuro, razonable e intuitivo. Es oscuro porque no puede abarcar toda la realidad de Dios, que queda en la penumbra de nuestro conocimiento; es razonable porque se apoya en signos; es intuitivo porque evoca el significado de estos signos. La fe implica confianza sin pruebas, amor sin reservas, esperanza sin garantías externas.



Signos de confianza sin pruebas.



 


Creer es cuestión de confianza. Pero la confianza no prende en raciocinios fríos sino al calor del testimonio; no se alimenta de pruebas que la aseguren sino de signos que la estimulen. Confiar es siempre un riesgo, una aventura, una audacia. Pero los signos hacen razonable esta audacia.

Cuando Jesús habla de Dios no esgrime argumentos basados en raciocinios especulativos. Jesús habla de las experiencias de la vida cotidiana donde Dios se manifiesta. A las personas llenas de ansiedad y desasosiego, les habla de las aves del cielo y de los lirios del campo, signos de la libertad y paz basadas en la confianza en Dios (Mt 6,25-34). A quines se refugian en la fe para no hacer nada, les pone ejemplos tomados de la vida diaria, en los que pueden ver la falsedad de esa fe y la vaciedad de esa confianza (Mt 25,1-30). De este modo Jesús invita a que cada cual descubra los signos de Dios en su vida.

A sus amigos, a los que confían en Él, les habla abiertamente de los misterios de Dios. A los demás les habla en parábolas para que “viendo no vean y oyendo no entiendan” (Lc 8,10). Es decir, Jesús les remite a la vida cotidiana: todos pueden ver los signos de Dios, pero solo los que creen los entienden.

En sus controversias con escribas, fariseos o saduceos, Jesús no entra en el juego de la dialéctica especulativa o verbal, en cuyas redes puede quedar atrapada la fe. Jesús sabe que la fe está por encima de las ideas y de las palabras; estas pueden ser manipuladas por el hombre. Sus adversarios le piden pruebas; Jesús les ofrece signos. Ellos no entienden los signos; Jesús les hace ver su falta de voluntad y su ceguera interior.



Signos de amor sin reservas.



 

Creer es también cuestión de amor. Pero el amor no despierta ante argumentos o pruebas racionales que traten de demostrar su existencia. El amor nace sencillamente cuando las personas se abren y se entregan de un modo gratuito y generoso, sin intereses ni miras egoístas. La gratuidad es signo de amor; el mayor signo de amor es dar la vida , amar sin reservas.

Cuando Jesús habla de Dios no especula sobre su naturaleza interna, sino que remite a los dones recibidos, para que cada cual pueda descubrir la gratuidad e la existencia, que tiene su fundamento en el Dios del amor. A los que se afanan con codicia por asegurar su existencia, Jesús les dice que la vida no depende de los bienes (Lc 12,13-21). A los padres les dice que aprendan de su condición de padres, de su amor gratuito y generoso, para conocer a Dios (Lc 11,9-13).

A los que ponen divisiones y fronteras entre los hombres, les dice que se fijen en el sol y en la lluvia y descubran cómo Dios no hace distinción de personas (Mt 5,43-48). A los que se creen autosuficientes o justificados ante Dios y se consideran con derecho a despreciar a los que tienen por pecadores, les pone un ejemplo para que juzguen ellos (Lc 18, 9-14).

Jesús remite a las gentes a sus propias experiencias de amor, perdón, acogida, entrega, para que en estas experiencias descubran los signos de Dios. Por medio de parábolas Jesús pone al descubierto todo el amor que siente Dios hacia el pecador (Lc 15). Este amor queda plenamente realizado en la persona de Jesús, que da la vida generosamente por los demás. Este amor gratuito de Jesús es el mayor signo de Dios; todos pueden ver este signo, pero no todos descubren su significado.



Signos de esperanza sin garantías externas.



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La fe vive también en la esperanza y de ella se alimenta. La esperanza da dinamismo a la fe, orientándola hacia el futuro. La esperanza cristiana no surge del miedo ante los males que pueden atormentarnos; no cierra los ojos al “más acá” para refugiarse ilusoriamente en el “Más allá”.

Entre el optimismo infundado, que conduce a la evasión o huida de la realidad, y el pesimismo frustrante, que conduce a la desesperación, está la esperanza activa que conduce a la realización plena del hombre y del mundo. No se trata de esperar pasivamente, con los brazos caídos, sino de hacer todo lo que podamos y abrirnos a lo que nos sobrepasa; se trata de estar siempre con las lámparas encendidas, es decir, de mantener viva la llama de la esperanza.

Pero, ¿qué garantías tenemos de que se cumplirá nuestra esperanza? La esperanza, como el amor, solo puede ser comprendida desde dentro. La única garantía de la esperanza reside en la fe: “La fe es seguridad de lo que se espera” (Heb 11,1); la fe es el anticipo real de lo que esperamos. El objeto de la esperanza cristiana  es Dios; el cristiano espera en Dios porque confía en Él; no necesita más garantías, le bastan los signos de esperanza que Dios pone al alcance de todos.

Cuando Jesús habla de Dios, no se apoya en el miedo o la ignorancia de las gentes para que pongan su esperanza en Él; al contrario, se apoya en la confianza y remite a la vida para que descubran en ella los signos de esperanza. A los que le piden una “señal del cielo” como garantía de la verdad, Jesús les remite a los “signos de los tiempos” y les anuncia un signo mayor que el de Jonás, es decir, su muerte y resurrección (Mt 12, 54-56; 16, 1-4). A los que están preocupados por el final de los tiempos, Jesús les habla del juicio universal, de los nuevos cielos y la nueva tierra; pero no habla en un tono amenazante, sino que les abre los ojos para que vean los signos, para que no se dejen embaucar por los falsos profetas y para que perseveren hasta el final (Mt 24). A los que se cansan de esperar o esperan dormidos, pasivamente, Jesús les pone ejemplos para que descubran la necesidad de estar siempre alertas y comprometidos en las tareas de este mundo, pues no se nos pedirá cuenta de la esperanza, sino del amor que genera esperanza (Mt 25).



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