jueves, 4 de agosto de 2011

TEMA 9. CUARTO DE LA ESO.

EL DESTINO FINAL.


EL MISTERIO DE LA LIBERTAD.

Dios ha creado libre al hombre, para que pueda escoger la vida, aun a riesgo de que a veces prefiera la muerte, para que elija la luz, a un a riesgo de que pueda escoger la oscuridad; para que busque el “agua viva”, aun a riesgo de que decida no calmar su sed:

“Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección”. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, nº 17.

Dios ha querido que el hombre sea el protagonista de su propia existencia, de su propia realización. Gracias a la libertad, el hombre puede llegar a ser verdaderamente hombre e hijo de Dios.




LA LIBERTAD, DON Y CONQUISTA.

La libertad es uno de los mayores regalos que Dios ha hecho al hombre: es un don, pero a la vez es una conquista.

 1. La libertad, don de Dios. El hombre está llamado a amar y ser amado; a darse a sí mismo a Dios y a los demás, para encontrar la propia realización y, por tanto, la verdadera felicidad. Pero el amor, la amistad y la felicidad sólo son posibles en libertad.

La libertad hace siempre relación a la responsabilidad y el amor; a la amistad y a la bondad. Es verdad que también hace relación al rechazo, al odio, a la maldad.

También esa misma libertad es un riesgo, porque puede rechazar el plan de Dios, puede vivir en la indiferencia con Dios y con los demás, puede incluso llegar a odiar; es decir, puede hacer el mal. Ese es, al fin y al cabo, el pecado; rechazar libremente el amor de amistad que Dios ofrece gratuitamente al hombre y para siempre.
2. La libertad es también una conquista.             
La libertad es un don, pero es, además, una tarea, una conquista. Es decir, el hombre puede ver amenazada su libertad por presiones que recibe desde fuera o por coacciones que experimenta desde dentro y pretende dominarlo, por ejemplo; el egoísmo, el apetito de placer, el afán de riquezas y poder, la presión del ambiente, el respeto humano, el ejemplo de los demás, etc.

La conquista de la libertad se presenta como una de las empresas más importantes en la vida del hombre, que supone un esfuerzo continuo.

Cuando falta ese esfuerzo –que se llama lucha ascética-, no se pueden buscar culpables fuera de uno mismo: el ambiente, lo que hace la mayoría o, incluso, el pensamiento de que lo ha permitido Dios, para no tener que asumir la responsabilidad que exige la libertad. La palabra de Dios condena esa actitud:

“No digas: Mi pecado viene de Dios, porque él no hace lo que odia; no digas, él me ha extraviado, porque no necesita de hombres inocuos; el Señor aborrece la maldad y la blasfemia, los que temen a Dios no caen en ella: EL Señor creó al hombre al principio y lo entregó en poder de su albedrío; si quieres, guardarás sus mandatos, porque es prudente cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida; le darán lo que él escoja”. Eclesiástico 15, 11-17.

La libertad, por tanto, madura con la victoria sobre los propios egoísmos. La libertad verdadera hace más verdadero el amor y, lógicamente, engrandece la dignidad humana.

 LA LIBERTAD Y LA GRACIA
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“El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a aquel hombre prudente, que edificó su casa sobre roca”. Mt 7,24.

Hasta el último instante de la vida del hombre, Dios le estará ofreciendo su salvación, su misericordia y su gracia:

“Dios odia el pecado, pero no al pecador: nadie, por tanto, mientras peregrina por este mundo, puede desesperar de su misericordia y paciencia infinitas”. Catecismo, Ésta es nuestra fe, p.214.

Pero a pesar de la gracia, en libertad, el hombre puede seguir cerrado sobre sí mismo, de espaldas al proyecto de Dios, puede dar un “no” al proyecto salvador de Dios:

“Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que rechaza y no acepta mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día”. Jn 12, 47-48.

EL RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS: EL INFIERNO.
El hombre puede usar mal de su libertad y rechazar a Dios. Este rechazo es para siempre desde el momento de la muerte: a este estado se llama INFIERNO.

“La posibilidad de que el hombre se obstine en rechazar el amor de Dios hasta la muerte, no es pura y simple fantasía”. Catecismo, Ésta es nuestra fe, p.214.

LA EXISTENCIA DEL INFIERNO.

Para que haya infierno, no es necesario que Dios lo haya creado. Basta con que haya hombres que decidan vivir su vida al margen de Dios, aunque Él haya optado por el hombre, por la vida, no por la muerte.

“Morir en pecado mortal sin estar arrepentido, ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.033.

El infierno es el egoísmo llevado a término, porque quien no ha querido amar ha renunciado también a ser amado. Ésta es la dramática soledad que produce el infierno.

 

Juan Pablo II afirma “Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre".

LA EXISTENCIA DEL CIELO.

La vida del hombre en la tierra, en medio de la tristeza y del dolor, con alegrías y gozos, se apoya en la esperanza de la resurrección. El creyente tiene la certeza de que ha sido creado para ir al cielo donde alcanzará el cumplimiento de su esperanza.

“Dios enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor. Porque lo de antes ha pasado. Y el que está sentado en el trono dijo: Todo lo hago de nuevo”.



Ap 21, 4-5.

 La Iglesia cree firmemente que quienes han muerto en amistad con Dios, estarán con Cristo y vivirán para siempre con Él en el cielo, contemplando a Dios como Él es, con gozo y en comunión con todos los elegidos.
La Sagrada Escritura habla del cielo con bellas imágenes para expresar la felicidad de los justos después de la muerte y terminada su purificación: vida, luz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso.

Pero ni siquiera las imágenes agotan el misterio del cielo hasta el punto de que San Pablo afirma sobre el cielo:

“Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman”. 1 Cor 2,9.
El cielo es un estado, no un lugar. Cuando desde la fe se habla del cielo no se refiere a un “lugar”, sino al estado de felicidad completa:

“Vivir en el cielo es ‘estar con Cristo’. Los elegidos viven ‘en Él’ aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre”. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.025.

En realidad el cielo se encuentra donde está Dios, donde Él reina. Sólo Dios será el centro de la comunión y el gozo:

“Ya no habrá noche, ni necesitarán luz las lámparas ni el sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos”. Apocalipsis 22,5.

LA GLORIA DEL CIELO

El Nuevo Testamento llama al cielo ‘vida eterna’, vivir siempre y en plenitud en la intimidad y cercanía de Dios. El cielo, por tanto, es vivir.
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“En la felicidad propia de Dios y también en el disfrute con todos los bienaventurados de la paz y la alegría sin fin que procura la visión de Dios. La vida eterna es culminación de nuestra actual vida de gracia en Jesucristo y en el Espíritu Santo, que empieza ya aquí en la tierra como una semilla”. Catecismo, Ésta es nuestra fe, p.210.

En el cielo se alcanza en plenitud la culminación de las grandes aspiraciones que el hombre tiene:



LA UNIÓN DE TODOS LOS HOMBRES
 El Apocalipsis habla de la universalidad del Reino de los cielos:

“Después miré y había una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas”. (Ap 7, 9-10).


LA ALEGRÍA
 

La alegría es el signo del cielo, donde resuenan las canciones alegres del tiempo de salvación:

“Y vi también… a los que habían triunfado… llevando las cítaras de Dios”. (Ap 15, 2-3).


LA UNIÓN CON DIOS PARA SIEMPRE
 

La alianza entre Dios y el hombre, destruida por el pecado, queda ya plenamente perpetuada:

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“Y escuché una voz potente que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres: acamparé entre ellos. Ellos serán mi pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios”. (Ap 21, 2-3).

El cielo es, pues, la meta definitiva del hombre y supere con mucho la realización de sus aspiraciones más profundas. Es, por tanto, el estado supremo y definitivo de felicidad.

El apocalipsis hace referencia a María, la madre de Jesús, triunfante en el cielo y Reina de todos los santos. Ella es la imagen de la Iglesia y Ella le precede en el triunfo.

“Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. (Ap 12,1).

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