OBJETIVOS.
En esta unidad nos proponemos:
2. Preguntarnos por qué existe un mal y conocer las distintas respuestas.
3. Preguntarnos también por el silencio de Dios ante el dolor de tantas personas inocentes que sufren injustamente y buscar la respuesta.
4. Analizar y tratar de entender los textos bíblicos que hablan del pecado original como origen del mal y del estado de corrupción general que hay en el mundo.
El dolor de la guerra y del terrorismo.
Después de la segunda guerra mundial, que tanto sufrimiento causó a la humanidad, muchas naciones se unieron a la ONU con el propósito de evitar que se produjeran más guerras. Desde entonces no se ha producido ninguna conflagración mundial, pero sí muchas guerras locales. EN la actualidad existen más de ochenta países en guerra. La mayor parte de los conflictos armados se producen en África, bastantes también en Asia, algunos en América Latina y uno terminó recientemente en Europa. De todos estos países nos llegan imágenes y testimonios de sufrimiento que no pueden dejarnos impasibles:
· Salima Ghezali, periodista argelina, escribe: “Hoy sufrimos el mismo dolor físico y psíquico que en la guerra por la independencia: torturas, odio, desvalorización, hordas de bárbaros, integristas islámicos...”.
· Mari Carmen Álvarez, misionera en Ruanda: “Hablar de Ruanda es mencionar matanzas, guerras, secuestros... Es duro para los cristianos hablar del Dios del amor y de la esperanza despues de hechos tan sangrientos”.
El dolor del hambre y del paro.
Según UNICEF, cada día mueren de hambre más de 35.000 niños en todo el mundo. Y unos dos mil millones de personas sufren desnutrición. ¿Quién no se ha sentido sobrecogido ante las imágenes de niños desnutridos que nos llegan a través de los medios de comunicación?
“Cuando ves morir de hambre a un niño en tus brazos, ya no eres la misma persona. Tengo el alma partida, la cabeza hueca y el corazón roto”, decía Rosa Muñoz, misionera en Sierra Leona. “Me gusta comer, pero cuando veo personas hambrientas se me quitan las ganas”, decía un niño al ver imágenes de Ruanda.
En 1.997 había unos 18 millones de parados solo en Europa, el continente donde menos parados hay. El dolor de los parados es sobre todo moral. “Me siento inútil, inservible, basura”, decía un parado ante las oficinas de empleo. Durante su juventud se preparó con toda ilusión. Hoy tiene 40 años; lleva cinco en paro y ha perdido la esperanza de encontrar trabajo. En su rostro lleva las marcas de la frustración, pobreza, complejo de inutilidad, desmoralización, decaimiento y desilusión.
El dolor de la soledad y el rechazo.
Nuestra sociedad cuenta con muchos medios de comunicación, pero falta contacto, conocimiento personal, sentimiento de pertenencia mutua, sentido de familia o de comunidad. Cada vez son más las personas que se sienten solas a pesar de estar rodeadas de gente; sobre todo en las ciudades, donde las personas pueden verse todos los días y no conocerse. Incluso ha habido casos de personas que llevaban varios días muertas y nadie se había enterado, nadie las había echado de menos.
Es especialmente preocupante la situación de las personas mayores. Alfonso y Alicia son un matrimonio anciano, con cinco hijos ya casados y con once nietos. Pero la mayor parte del tiempo están solos. Sus hijos y sus nietos no tienen tiempo para ellos. Todos los días se levantan, se sientan y a esperar la hora de ir a la cama. Todos los días igual. Viven sin alicientes. “Los hijos no nos necesitan”. “Somos un estorbo”.
Los prejuicios, la intolerancia, el racismo, la xenofobia o simplemente los sentimientos de antipatía suelen llevar a rechazar, marginar o despreciar a otras personas, haciéndoles sufrir. A veces la misma vida social, las relaciones profesionales o amorosas hacen que algunas personas no se sientan aceptadas ni integradas o sufran complejos y se automarginen.
Nacho ha sido rechazado por la chica a la que ama. Llevaban amo y medio saliendo. Hace un mes le propuso formalizar su relación. Pero ella tiene miedo, por un fracaso anterior; además, vive bien y no quiere complicarse la vida. Ahora Nacho se siente dolido, humillado y desesperado. Sabe que hay otras chicas, quizá mejores, pero él solo quiere a una. Y no se la puede quitar de la cabeza. Está distraído, duerme mal, está flotando en un mar de dolor.
El dolor de la enfermedad y de la muerte.
La enfermedad es un mal que no pasa de lejos a ningún ser viviente. Más tarde o más temprano, todos sufrimos su impacto. Cuando la enfermedad es grave, nos arranca del entorno habitual, nos impide participar en la vida social, mutila nuestras funcione creativas, derrumba los planes que daban sentido a nuestra vida, desarraiga sentimientos de autosuficiencia, nos deja en un estado de evidente indigencia y necesidad.
Hace cuatro meses que a Paloma le diagnosticaron un cáncer diseminado. No había nada que hacer, su única posibilidad era intentar paliar el dolor que producía el tumor. Ha estado yendo a una unidad del dolor, pero no quiere volver más. Aunque tiene buenos momentos, hay muchos que son insoportables. EL dolor es tan intenso, tan profundo, que parece nacer de la misma carne y devoraría por dentro. Cuando el dolor vuelve al poco rato de haber tomado las pastillas, al dolor se le suma la desesperación.
La muerte es una realidad dolorosa por la que todos tenemos que pasar, es una condición de la naturaleza y, como tal, insuperable e incluso necesaria: ella hace posible la historia como sucesión de generaciones. Pero a diferencia de los otros seres vivientes, el ser humano sabe que va a morir, sufre y se pregunta por qué.
Quizá podamos eludir las preguntas que la muerte nos plantea y el sufrimiento que provoca. Pero no podemos evitar la experiencia de desgaste a que estamos sometidos ni los sentimientos de dolor ante la muerte de personas queridas, o ante los peligros a que estamos expuestos: accidentes, violencia, guerra, etc. La muerte violenta tiñe de indignación el sentimiento de dolor que produce la muerte natural.
El dolor físico y moral.
El ser humano sufre de muchas y variadas maneras.
El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral.
Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato y directo sujeto del sufrimiento. Aunque se pueden usar como sinónimos, hasta cierto punto, las palabras “sufrimiento” y “dolor”, el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera “duele el cuerpo”, mientras que el sufrimiento moral es “dolor del alma”.
Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no solo de la dimensión “psíquica” del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico.
La terrible verdad del dolor.
El mundo contiene belleza, armonía y bienes que nos hacen gozar. Pero también contiene males que nos hacen sufrir. Incluso da la impresión de que el mal triunfa sobre el bien y que todo está abocado a la muerte: La armonía de la naturaleza se quiebra repentinamente por terremotos que causan sufrimiento; el equilibrio ecológico se sustenta en algo que nos resulta cruel: numerosas especies animales viven solo para ser devoradas por otras; el ritmo de la vida está sometido a un ciclo de muerte; nace, crece, madura y desaparece.
Según Buda, “todo es dolor”; esta es la primera noble verdad. Y no se refería solo al dolor físico, sino sobre todo al dolor moral y espiritual: la vida es dolor porque es precaria, efímera, aparente, frágil. Así mismo, para Schopenhauer el mundo de nuestra representación es solo apariencia y el dolor es el sentimiento fundamental de todos los seres, porque es la esencia del universo.
El sufrimiento es una realidad terriblemente verdadera e incluso atroz y desgarradora. Dolores físicos, morales y espirituales afligen a la pobre humanidad de todos los tiempos. Debemos estar agradecidos a la ciencia, a la técnica, a la medicina, a las organizaciones que tratan, por todos los medios, de aliviar el sufrimiento; pero este parece quedar siempre victorioso (Juan Pablo II).
El mal es una realidad que no pasa de largo a ningún ser viviente. Podemos cerrar los ojos o alejarlo de nuestra mente. Pero antes o después tendremos que sufrirlo. El sufrimiento es inherente a nuestra condición; ignorarlo es ignorar lo que somos y creernos los que no somos; cerrar los ojos al dolor ajeno es sencillamente cruel, pues es cuando más nos necesitamos. Por eso es necesario asumir el dolor de una forma consciente y ver el mejor modo de combatirlo.
Cuando alguien se ve en peligro, suele invocar espontáneamente a Dios para que lo libere del mal. Ya desde la Antigüedad se pensaba que el mal era causado por un dios maléfico o por un agente enemigo de Dios. También se creía que podía ser un castigo de Dios por los pecados de los humanos.
En Persia, Zoroastro (Siglo VI a.C), enseñó que existe un dios bueno (ORMUZ) y un dios malo (AHRIMÁN), que están permanentemente en lucha. El mal tiene su origen en el dios malo o principio del mal. Esta idea dualista reaparece en el maniqueismo, movimiento filosófico-religioso fundado por Manes (Siglo III d.C), que hablaba de dos principios, uno bueno, simbolizado por la luz, y otro malo, representado por las tinieblas y encarnado en la materia.
Epicuro (S.III a.C), se preguntaba: “Si Dios es bueno, ¿de dónde procede el mal? O Dios no quiere impedir el mal, y entonces no es infinitamente bueno; o no puede impedirlo, y entonces no es omnipotente, si no quiere ni puede, es envidioso y débil a la vez”.
Epicuro enseñaba a buscar el placer y a suprimir el dolor. No es que fuera hedonista; su enseñanza moral se basa en el uso racional del placer y, por tanto, en la ausencia del dolor; enseñaba a aceptar la muerte con naturalidad y a no temerla, “pues mientras existimos, la muerte no existe, y cuando la muerte está aquí, ya no existimos”.
Por el contrario, Buda (Siglo VII a.C), enseña que la causa del dolor está en el deseo de placer, en el apego de las cosas, en la afirmación de sí mismo,; “El origen del dolor es el deseo que conduce a la reencarnación, ese deseo que está unido al placer y a la codicia, que busca el placer aquí y allá, deseos de lo sentido, deseo de perpetuarse, deseo de destruirse” (Sermón de Benarés). Consiguientemente, el dolor se elimina si se logra extinguir el deseo, acabar con la codicia, renunciar al placer, disolver el yo y liberarse de sí mismo. Para ello Buda propone seguir el camino recto que conduce al nirvana, un estado de sosiego y beatitud, una felicidad que no consiste en la satisfacción de los deseos, sino en la carencia de ellos.
¿Castigo divino?
Albert Camus plantea el porqué del sufrimeinto en su novela La peste. La ciudad de Orán se ve invadida por esta terrible epidemia. Rieux, un médico ateo, se esfuerza por salvar la vida de los apestados. Por otra parte, un sacerdote, el padre Peneloux, intenta hacerles ver el sentido de sus sufrimientos, presentándolos como castigo de Dios por sus pecados. Ambos coinciden junto al lecho de un niño que está a punto de morir en medio de horribles dolores: “¿También este niño sufre como castigo por sus pecados?”, pregunta el médico al cura, y añade con amargura: “Me niego a amar esta creación donde los niños son torturados”.
Dostoievsky plantea el mismo problema en su novela Los hermanos Karamazov; Iván, uno de los tres hermanos, se rebela contra los males y sufrimientos que hay en el mundo, especialmente contra el dolor de niños inocentes: “Yo acepto a Dios... y creo en la eterna armonía en que al parecer debemos entrar algún día.... Pero me niego a aceptar este mundo que ha creado.... Es del todo incomprensible por qué daban pagar esa armonía con su dolor inocente”.
En la tragedia griega el problema del sufrimiento humano como castigo de los dioses adquiere dimensiones verdaderamente trágicas. Héroes como Ulises, Edipo o Prometeo se rebelan contra la trágica suerte de las condición humana y son castigados por los dioses a sufrir las más terribles pruebas a que puede ser sometido el ser humano.
También en el libro de Job se plantea el problema del sufrimiento humano. El autor del libro de Job crea un personaje que tiene todas las bondades a las que podía aspirar cualquier persona de aquella época: era honrado, íntegro, justo, temeroso de Dios y rico. Tenía diez hijos, numerosos amigos, siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de asnas y un gran número de sirvientes. Era el más importante de los habitantes de Oriente (Job 1, 1-3).
Job pasa por dos pruebas terribles. En primer lugar, incendios, tornados y razias (incursiones, correrías en un país enemigo, sin otro fin que la destrucción o el saqueo) le privan de sus bienes, de sus servidores y de sus hijos. Job sufre esta terrible desgracia con una fe imperturbable y sin quebrantos: “El Señor me lo dio, el Señor me lo ha quitado. ¡Bendito sea! (Job 1,22).
La segunda prueba es más terrible: Job sufre en su cuerpo llagas malignas que le obligan, como a cualquier leproso, a refugiarse en un muladar fuera de la ciudad (Job 2,8). Entonces Job se rebela, maldice el día en que nació, protesta y reclama justicia.
¿Un misterio?
Ninguna explicación logra responder de una manera racionalmente satisfactoria a la pregunta sobre el origen del mal y del sufrimiento. También nos cuesta admitir que el mal sea “un puro hecho natural basado en la tendencia al desorden de las delicadas arquitecturas orgánicas, sin más sentido que el azar o la necesidad”, según afirmaba Jacques Monod; o que es“un momento necesario en el proceso o movimiento del universo”, según decía Hegel.
Tampoco podemos decir que el mal sea simplemente un casigo, aunque existe una tendencia humana a considerarlo como un castigo divino o una “mala pasada” del destino. También dentro del cristianismo existe una creencia bastante generalizada de que todos los males que sufre la humanidad, en general, y el individuo, en particular, son un castigo de Dios por los pecados cometidos.
Esa falsa creencia tiene su punto de referencia en los textos bíblicos que basan el orden moral en el sentido trascendente de la ley de Dios y de su justicia. “Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el A.T “ (Juan Pablo II, Salvifici dolori, 11).
Efectivamente, a pesar de todos los males que sufre, Job es un personaje justo e inocente. Y aunque sus amigos tratan de convencerle d que todos los males son un castigo por alguna culpa, Job insiste en que es inocente, aunque no comprende el porqué de sus sufrimientos.
Pero sobre todo, el sufrimiento de Cristo es señal inequívoca de que el dolor no es castigo de Dios ni está necesariamente unido al orden moral basado en la justicia. La pasión y muerte de Jesús nos sumergen en un misterio, el misterio del justo que sufre injustamente, el misterio del inocente que sufre sin comprender por qué.
El sufrimiento es una realidad misteriosa y desconcertante que hace dudar de Dios: ¿Cómo un Dios bueno y poderoso permite el sufrimiento de personas justas e inocentes? Pero sin Dios, el problema del mal se agrava aún más: Si Dios no existe, ¿qué esperanza les queda a los que han muerto injustamente luchando por la justicia, qué esperanza cabe para las víctimas del mal?
EL SILENCIO DE DIOS.
Abandono de Dios.
“Lo que más le duele al enfermo es verse abandonado de los suyos”, decía un paciente. Efectivamente, lo más terrible del sufrimiento es el abandono, la apatía e indiferencia de las personas en las que confías y a las que amas.
Todo sufrimiento extremo contiene la experiencia del abandono de Dios. En lo más profundo del sufrimiento los seres humanos se sienten abandonados y desamparados de Dios. Lo que daba sentido a su vida, está vacío y se ha reducido a la nada: se ha manifestado como un error, como una decepción, como un desengaño.
Job sufre por la pérdida de sus bienes, de sus criados y de sus hijos; sufre por su enfermedad, por el rechazo de la sociedad y por la incomprensión de su mujer y de sus amigos. Pero, sobre todo, sufre por el abandono de Dios: “Grito hacia ti y no me respondes... ¿Por qué no quedé muerto en el seno materno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (Job 3,11).
En Jesucristo, el abandono de Dios se hace patente en la agonía del huerto de los olivos: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mc 14,34). Pero es sobre todo en la cruz donde muestra con toda crudeza y angustia el dolor que le produce la ausencia de Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? (Mc 15,34).
En Jesucristo, el sufrimiento ha sido vencido por el amor: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Cristo sufre inocente y voluntariamente; su sufrimiento es la expresión del amor más puro, un amor más fuerte que el dolor y que la muerte.
El sufrimiento humano ha llegado a su culmen en la pasión de Cristo: en Getsemaní y en el Calvario. A su vez, la pasión de Cristo ha entrado en una dimensión completamente nueva: ha sido unida al amor que da vida, al amor creador y salvador de Dios.
La salvación, lo mismo que la creación, solo pueden entenderse como un acto de amor. Efectivamente, solo la lógica del amor puede dar razón del origen de la vida en su total gratuidad; y solo el amor puede eternizar y llevar a la plenitud lo que gratuitamente ha creado.
En Jesucristo Dios se manifiesta como amor. Pero el poder del amor no es como el de los poderosos de la Tierra, que someten y dominan a los más débiles. El poder del amor es como el de los padres que aman a todos sus hijos, pero sienten especial ternura por los más débiles. El poder del amor es la solidaridad.
En Jesucristo Dios se hace condolencia, para que todos los que sufren puedan encontrarse con Él en su dolor. El dolor, cuando es compartido, se humaniza y se sobrelleva mejor, como testimonia Fernando Urbina:
“Desde mi experiencia de 40 años de existencia dolorida resuenan en mí las palabras: “Triste está mi alma hasta la muerte”, y “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En las situaciones límite, he entrado en ese espacio simbólico que es la agonía del Huerto y el viernes santo, y he comprendido algo que es casi indecible”.
¿PECADO ORIGINAL?
Pecado de origen.
¿Existe en cada hombre una realidad de pecado anterior a la situación
pecadora que él se crea? Entramos con esto en la cuestión del pecado
original, que consideramos en cada individuo concreto. Puede describirse
como la propensión al mal que precede y condiciona el uso de la
libertad.
¿De dónde le viene al hombre esa propensión? Mientras
se creyó en la historicidad literal de la narración del Génesis, se
buscaron nexos causales entre la culpa de Adán y la “mancha” en sus
descendientes. Si se considera el relato como un símbolo que describe la
realidad de cada hombre, hay que renunciar a las teorías de transmisión
fisiológica. La innegable tendencia al egoísmo puede tener su origen en
el ambiente y ser resultado de la educación. La sociedad en que nacemos
no es vehículo de verdad y de amor, sino atmósfera de corrupción y
egoísmo. Desde la cuna empieza el niño a absorber actitudes, ejemplos y
principios egoístas e insinceros; cuando llega al uso de razón está ya
condicionado, posee una componente psicológica que influirá
perversamente en sus decisiones. Esa oblicuidad del espíritu es para
cada individuo su pecado original. Cada maldad concreta la ratifica y la
refuerza.
Siguiendo a P. Ricoeur (La symbolique du mal, 239-243)
podemos apuntalar esta teoría con el relato del Paraíso, atendiendo al
significado de la serpiente. De manera al parecer incongrua, surge en
pleno estado de inocencia un ser malo, un animal, símbolo de las
potencias abismales. No es difícil ver en la serpiente la objetivación
del mal deseo, la proyección exterior, en forma de seductor que incita
al mal, de la tentación que está dentro del hombre. Pero el símbolo
descubre además otra dimensión; antes que el hombre peque está presente
el mal; en frase de Ricoeur, “el mal no es sólo acto, es tradición”;
sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros; no lo
inventamos, nuestros actos lo continúan.
Ricoeur ve un tercer
aspecto en la serpiente, agente de las fuerzas oscuras: el mal objetivo
del universo, los absurdos inexplicables del daño físico e irracional,
la indiferencia de lo creado ante el dolor, la crueldad inconsciente de
los seres. Motivo de escándalo para el hombre, lo pone en la tentación
de incredulidad, desesperanza y dejadez.
El segundo de estos
aspectos, el del mal circunstante, ilumina una realidad del pecado
comentada por H. Cox (On Not Leaving It to the Snake, Toronto 1969,
IX-XIX). El pecado no es únicamente la violación arrogante de un
entredicho, es también una cesión de la dignidad propia; el hombre se
deja llevar o arrastrar por el ambiente, por la insinuación, la hábil
propaganda o la orden monstruosa. No actúa con decisión y
responsabilidad propias, las descarga en otro: “La mujer que me diste
por compañera”; “la serpiente me ha engañado”.
También el mal
absurdo del universo puede inducir al hombre a la abdicación;
concluyendo que nada tiene sentido, renuncia a la responsabilidad.
Origen del Pecado.
El pecado del mundo, obstáculo al reino de Dios.
El obstáculo al
designio de Dios es el pecado. Para definirlo podemos utilizar un pasaje
donde san Pablo expone la exigencia creada por la muerte de Cristo:
“Murió por todos, para que los que viven ya no vivan más para sí mismos,
sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5,15).
Si la
redención reclama que el hombre no viva más para sí mismo, cabe deducir
que el pecado consistía precisamente en que el hombre, centrado en sí
mismo, se había constituido en su propio dios. En consecuencia, su vida
entera gravitaba en torno al propio interés, a la propia satisfacción.
Cerrándose en sí, rompe con Dios y con los demás; con Dios, porque
usurpa su puesto; con los demás, porque los subordina a sus propios
fines.
La misma exigencia se enuncia en el evangelio: “El que quiera
venirse conmigo reniegue de sí mismo” (Mt 16,24). Renegar significa
quebrar voluntariamente un vínculo de fidelidad o adhesión, a la
religión o a la patria, por ejemplo. Supone cambio de lealtad, trueque
de banderas. Seguir a Cristo exige bajar de la hornacina el propio yo,
dejar de considerarse como centro y valor supremo. Egoísmo y
egocentrismo son la negación del evangelio.
Símbolos del pecado.
La desoladora realidad del pecado se
expresa con símbolos diferentes. El primero es el camino errado. El
pecado es una desviación, entrar por una senda que no lleva al objetivo,
la desviación degenera en extravío, que no sabe encontrar el sendero
recto; el extravío conduce a la perdición. Un acto o serie de actos
llevan a un callejón sin salida que acaba en la ruina. Es el camino de
lo negativo, de la desintegración. La acción de Dios es creadora,
positiva, la del pecado, destructora.
Caminando hacia la muerte,
el hombre descarriado se aleja de Dios que es la vida; no se entiende a
sí mismo, pues obra contra su sed de vivir; no se siente solidario de
los demás, rivales de su egoísmo. Va menguando, disminuyéndose, camino
del no ser.
Otro símbolo del pecado es la esclavitud o cautividad
bajo un poder exterior. San Pablo lo presenta como un tirano que somete
al hombre a sus deseos, haciéndolo instrumento para el mal (Rom
6,12-13). Es una fuerza que aísla y acapara, bloqueando los puentes.
Como la desviación inicial degeneraba en extavío ciego, también la
esclavitud procede de un acto voluntario, que san Pablo define como
“ponerse al servicio de un dueño” (Rom 6,16); su desenlace será la
condena a muerte.
Puede representarse también el pecado como una
enfermedad, un virus que mina las fuerzas del hombre, impidiéndole ser
él mismo. La infección coincide con la abdicación de la libertad: la
adhesión del libre arbitrio al mal lo enferma, y el hombre se encuentra
afectado por un morbo que no puede eliminar por sí mismo.
Los
tres símbolos: extravío, cautividad e infección, indican que el pecado
es un principio de muerte, una situación o actitud que produce error,
desequilibrio, aislamiento, decadencia: “El pecado paga con muerte” (Rom
6,23).
Proceso del pecado.
En Rom 1,18-32, invectiva apasionada contra
el paganismo de su tiempo, san Pablo describe los efectos del pecado.
Según su interpretación teológica, éstos se encadenan en un proceso que
comienza por la ruptura con Dios. Incrimina a los paganos de no haber
reconocido al Dios verdadero, no obstante la evidencia que Dios mismo
les había puesto delante (1,19); y consecuencia de rechazar a Dios fue
dar culto a la criatura, cambiando al Dios verdadero por uno falso
(1,25).
El dios falso es el hombre mismo, que proyecta al
exterior sus propias facultades o energías y las materializa en una
estatua, institución, slogan o ideología. Este es el ídolo que plasma su
alienación, lo erige en valor supremo y rinde homenaje a ese dios, obra
de sus manos, futilidad, vacío.
La etapa siguiente es la ruptura
con el prójimo; volver la espalda a Dios desemboca en la hostilidad
contra el hombre. La lista de maldades que acumula Pablo es aterradora:
“injusticia, perversidad, codicia y maldad; plagados de envidias,
homicidios, discordias, fraudes, depravación; son difamadores,
calumniadores, hostiles a Dios, insolentes, arrogantes, fanfarrones, con
inventiva para lo malo, rebeldes a sus padres, sin conciencia, sin
palabras, sin entrañas, sin compasión (1,29-31).
Esta depravación se atribuye a “su falta de juicio”, causada por su negativa a Dios (1,28). El pecado altera la visión, deformando la realidad de uno mismo e impidiendo ver el mundo como es: el ojo está enfermo (Mt 6,22-23). Trastrueca los valores y hace aprobar el mal; “conocían bien el veredicto de Dios, que los que se portan así son reos de muerte, y, sin embargo, no sólo hacen esas cosas, sino además aplauden a los que las hacen” (1,32).
Señala también san Pablo la etapa de la
justificación intelectual del error, que elabora sofismas intrincados
para apoyarse: “Su razonar se dedicó a vaciedades… pretendiendo ser
sabios, resultaron unos necios, que cambiaron la gloria de Dios inmortal
por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles
(1,21-23).
Este pasaje de la Carta a los Romanos muestra la
actividad destructora del pecado: rompe la relación con Dios, ofusca el
juicio, aliena al hombre haciéndolo idólatra y emponzoña con el fraude y
el crimen la sociedad humana.
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